El despertar de la mirada – Edición digital

La mirada poética despierta en la noche oscura del alma: no es un arrabal hediondo, un “topos” raigal, el que la arranca del cotidiano tedio de los trabajos y de los días, del hábito que invisibiliza pétalos, rostros y dioses. Es, en cambio, un acontecimiento esencial el que arruina el “ir de camino” del existente, empequeñecido ante la reclamación del abismo romántico por desterrarlo de su existencia: “Los aqueos toman la ciudad y a sus habitantes. Troya debe ser destruida, nada puede quedar del pasado, nada tiene derecho a permanecer en un mundo de vencidos, y más aún, todo vestigio de ese pasado debe ser borrado de forma violenta”. El abismo de la nada lacera con cinco llagas la tempestuosa sed de emplazar, en el desierto errante, el reino de los cielos: la potestad última de un Dios ahora cadaverizado, abierto como brebaje a los impíos, deviene con la anunciación en el suntuoso ícono que el espíritu trágico consiente para historiar la misión de los artistas: cargar sobre sus espaldas la memoria del mundo. De ese brebaje ha bebido Samuel Rodríguez Medina para narrar la travesía de las almas despiertas: “Su viaje inicia también con una ruptura y con una gran dosis de muerte, de violencia, de enfermedad y de horror. El horror se hizo presente para arrasar las murallas que contenían la aparición de lo terrible y lo disolvente. Grandes guerras y crisis deformaron para siempre el rostro de la cultura, nada quedó de aquellos soportes sino la desventura. El arte, como Eneas, tuvo que aprender a deambular en lo abierto, entre tumbas y despojos, a caminar entre la guerra y el silencio de los dioses”.

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